Epílogo

| Halcones en Corpus: la construcción de un imaginario

La última fotografía pública de Luis Echeverría y el halconazo

El viernes 16 de abril de este año de pandemia circuló profusamente en las redes sociales una fotografía bajo el crédito de: @RegeneracionMX del expresidente Luis Echeverría, personaje nacido en 1922, con casi 100 años a cuestas, esperando su turno en una silla de ruedas para la aplicación de la segunda dosis de la vacuna Astra-Zeneca en el estacionamiento del Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, lugar que le corresponde en la política oficial de vacunación,  pues  vive en el barrio de San Jerónimo.  El portal digital del periodista Joaquín López Dóriga y la plataforma de Aristegui Noticias, entre muchos otros medios difundieron masivamente la imagen y la convirtieron en un fenómeno viral.

Como ocurre en estos casos, los memes no se hicieron esperar y circularon de inmediato en las redes con toda clase de implícitos y referentes: “Hannibal Lecter regresa a la escena del crimen”, “Retorno sin gloria”, “El bulto reaparece en CU” “El halcón mayor acude a vacunarse a la UNAM”, “Echeverría: la porra de pumas te saluda”, “Arriba y adelante: aquí tenemos un halcón, Doctor”, y un largo etcétera.

El expresidente Luis Echeverría esperando la segunda dosis de la aplicación de su vacuna Aztra Zeneca en el estacionamiento del Estadio Olímpico, 16 de abril del 2021.

/ Tomado de Twitter @RegeneracionMx

La imagen aparentemente inocua nos muestra de frente a un anciano con un sombrero de paja de grandes dimensiones sentado en su silla de ruedas, con las manos entrelazadas.

Lleva una vistosa camisa color lila y un sobrio chaleco gris delgado de cashmere enfundado en otro chaleco negro abierto acolchado de plumas de ganso.  

En la fotografía que analizamos no sabemos si el hombre está alegre, triste o enojado. El rostro está parcialmente cubierto por una careta de plástico y un tapabocas negro que junto con el sombrero le confieren un aspecto grotesco, de esperpento, en el sentido de Valle Inclán, que lo deforma y lo hace casi irreconocible.  Como un extraño e inquietante cíclope, puede verse solo su ojo derecho, el cual no hace contacto visual con la cámara, sino que parece perderse en el horizonte, a la derecha de la lente del fotógrafo. Solo sus manos, que parecen salidas del Saturno devorando sus hijos pintado por Don Francisco De Goya aparecen nítidas ante nuestra mirada y se convierten en el punto de atención para revelar ciertos aspectos de la biografía del sujeto. Son las manos gastadas de una persona de casi un siglo de edad, con los tendones y falanges marcadas en el dorso de las palmas subrayando el esqueleto y que nos hablan de la larga vida de un hombre que ha tenido mucho tiempo para meditar y reflexionar sobre sus actos.

Nadie a su alrededor parece reparar en la identidad del personaje.

A su lado izquierdo, un poco atrás, una mujer de la tercera edad reposa también en su silla de ruedas y se lleva la mano derecha al brazo izquierdo que acaba de recibir el pinchazo de la vacuna. Otras dos personas, bastante más jóvenes, quizá familiares de los ancianos, miran hacia distintos lugares. Nadie parece estar consciente de la cámara que los está registrando, lo que da una atmósfera de cierta espontaneidad a toda la escena, y nos hace pensar que el autor(a) de la foto solo quería obtener un registro de Echeverría en el contexto del operativo de la vacunación, pero no buscaba el efecto del reconocimiento público de la foto posada del personaje con otras personas, como ocurrió con otras de las imágenes que también circularon aquel día, donde Echeverría posa con familiares y “servidores de la nación” y otra con un elemento del ejército.

El dato verdaderamente revelador de esta imagen consiste en la decisión de hacer público un acto privado y darlo a conocer a la sociedad. Por su avanzada edad, el expresidente pudo haber permanecido en la intimidad de su casa en San Jerónimo y pedir la aplicación de la vacuna en su propio hogar, guardando el anonimato del caso para no ser expuesto a la ira de los ciudadanos, como ocurrió alguna vez hace varios años en la Avenida Juárez, cuando el exmandatario por única ocasión tuvo que salir de su bunker en San Jerónimo a declarar por instrucciones de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), que investigaba las matanzas de Tlatelolco y el halconazo, fue interceptado en la vía pública por los familiares de las víctimas.

“Diles que se callen”, ordenó con el gesto crispado y descompuesto a uno de los reporteros que cubrían los hechos en aquella ocasión,

ante el barullo de las personas que lo increpaban y le gritaban “Asesino”, tan cerca de su rostro que por primera y única vez pudo sentir en el cuello el aliento de los familiares y compañeros de sus víctimas.

La decisión de hacer pública la imagen del expresidente en el Estadio Olímpico es entonces muy significativa y envía varios mensajes a la sociedad. Como resulta obvio, al circular en el ámbito público la imagen puede ser apropiada por cualquier lector. En el ejercicio de este derecho, queremos postular algunas hipótesis de lectura.

Existe por supuesto la posibilidad de leer la difusión y circulación de la imagen como parte de la propaganda oficial de la estrategia democrática de un gobierno que no tiene privilegios para nadie y que ejerce su política de salud de manera equitativa, o bien si lo vemos desde el punto de vista del propio personaje retratado, la imagen en cuestión puede leerse como parte del argumento de una persona que renuncia a ostentar su privilegio de exfuncionario y se conduce ante la ley y la sociedad como cualquier ciudadano, además de otra posible lectura, que podría insistir en el tema de la proyección de la imagen como la lección de humildad de un anciano cansado, vulnerable y decrépito, cuya fragilidad contrasta con el enorme poder que concentró alguna vez en esas mismas manos desgastadas que ostenta en la foto.

Una visión más cercana al tema de los derechos humanos nos permite pensar esta imagen desde otro ángulo, el cual nos remite el ámbito de la política y la impunidad. Desde esa perspectiva, en la fotografía se transmite la percepción de que el responsable de la matanza de Tlatelolco y de San Cosme puede hacer su vida y circular tranquilamente por cualquier lugar sin que nadie lo moleste.

En este punto conviene detenerse en un punto importante: el hecho de que sea precisamente la UNAM el espacio elegido para difundir lo que quizá sea la última fotografía pública del exmandatario tiene un elemento particularmente ominoso, en pleno 50 aniversario del halconazo, a escasos 2 meses del 10 de junio, parece ofender la memoria de los muertos y de sus familias. En esta versión que quiero argumentar, se trata del regreso al espacio de la opinión pública del genocida que se sabe impune y que acude retadoramente a profanar simbólicamente el espacio de identidad de sus víctimas. Lo había hecho antes, en el lapso de su propio sexenio, el 14 de marzo de 1975, cuando en pleno uso del poder acudió de manera provocadora al auditorio “Salvador Allende” de la Facultad de Medicina, con el pretexto de la inauguración oficial de los cursos académicos y tuvo que salir por la puerta de atrás, abucheado por la multitud y con una pedrada en el rostro. En ese sentido, no se trata de un hecho único o aislado, sino de una voluntad de retorno que surge con fuerza desde el interior del político y que presenta antecedentes importantes que permiten pensar en la circulación de esta foto como un hecho planificado.

Conviene repensar en este tipo de aspectos para definir una lectura distinta de esta imagen.

Echeverría nunca fue juzgado por todos sus crímenes, envuelto siempre en una trama de complicidades por la clase política y empresarial que lo encumbró y que recibió sus beneficios.

A cambio de eso, un Tribunal Supremo parece haberlo condenado a tener una larga vida que le permitió —como el fantasma de sí mismo con la vista perdida que aparece en la fotografía— ser testigo de los cambios que ha vivido el país en los últimos 50 años.

En dicho lapso, y a diferencia de su ex jefe, Gustavo Díaz Ordaz, quien murió en 1979, el político ha podido comprobar la destrucción total del relato que trató de imponer a sangre y fuego sobre las matanzas de Tlatelolco y San Cosme en los primeros años, con la invención de una conspiración comunista y el montaje en los medios de un supuesto enfrentamiento entre los propios estudiantes, lo mismo que la dramatización histriónica de sus discursos teatrales y demagógicos ante las fuerzas vivas de la nación convocadas por el PRI en el zócalo capitalino el propio 15 de junio de 1971, la publicación de los infames libelos que encargó para satanizar a los jóvenes y la seducción inicial que logró producir entre muchos intelectuales. (Carlos Fuentes es solo la punta del iceberg). En su lugar, poco a poco se fueron desplegando en la esfera pública diversas investigaciones independientes que documentaron hasta el hartazgo su responsabilidad en los hechos, ante la indignación creciente de sectores cada vez más amplios de la sociedad y la indiferencia y el cinismo de jueces y abogados que le garantizaron su impunidad.

Si en el instante de la toma de la imagen el personaje no fue molestado por las personas que lo rodearon, las cuales quizá ni siquiera lo reconocieron, un poco por la avanzada edad, y otro poco por la parafernalia que rodeaba y deformaba su rostro hasta convertirlo en una mueca grotesca de sí mismo, en cambio, la circulación de la imagen en las redes sociales ha dado lugar a todo tipo de respuestas y actitudes de una sociedad heterogénea que después de medio siglo ha tomado distintas posiciones frente al personaje y sus decisiones políticas, como parte de una batalla ideológica en torno a distintos proyectos de memoria que se siguen disputando la nación en este conflictivo presente. Las reacciones de las personas que han externado sus opiniones sobre la famosa foto en el espacio siempre polémico de las redes sociales han ido de la indignación a la indiferencia, pasando por la defensa del personaje y la satanización de la protesta social, lo que habla de la buena salud que goza la derecha en estas tierras.

Como es bien sabido, otros países de América Latina han logrado llevar al banquillo de los acusados a algunos de los grandes criminales de la historia reciente.

En cambio, en México las cosas han ocurrido de manera distinta y ha prevalecido el manto trágico de la impunidad.

En los últimos años se ha producido un cambio simbólico que ha permitido un posicionamiento distinto del gobierno respecto a las atrocidades del pasado reciente. De un tiempo acá, las matanzas del 2 de octubre y el 10 de junio son recordadas con letras de oro en los congresos y palacios legislativos, en los grandes monumentos y esculturas que se han edificado en distintos sitios de la memoria, y  en una narrativa fresca y distinta que comienza a permear las conciencias de las nuevas generaciones: un ejemplo de ello es “Roma”, la película mexicana más reconocida a nivel internacional de la historia reciente, que  retoma como parte de su relato central la historia del halconazo, reproduciendo con una enorme rigurosidad documental basada en las distintas coberturas fotográficas de la época los detalles de la matanza que tuvo lugar en los alrededores de la Escuela Nacional de Maestros.

Pese a ello, si todo lo anterior no se traduce en hechos concretos que acoten la impunidad, la herida producida por estos crímenes de Estado, considerados por una nueva cultura de los derechos humanos como delitos de lesa humanidad que no preescriben, seguirá abierta y no cicatrizará. La conclusión es clara y no se necesita ser un genio para comprenderla: Si el brazo de la justicia no llega nunca a Tlatelolco y San Cosme, no podemos esperar otra cosa en el futuro más que una infinita serie de Ayotzinapas. Entiéndase de una vez: no estamos defendiendo una nostalgia por el pasado sino la necesidad de un futuro distinto.

Por todo ello coincidimos con Felix Hernández Gamundi, uno de los líderes más importantes del Comité Pro Libertades Democráticas del 68, quien sostiene que mientras estos actos públicos de resonancias simbólicas no se traduzcan en medidas concretas en el terreno de la justicia para reducir el espacio de la impunidad, los agravios del 10 de junio de 1971 continuarán y la realización de un cambio real quedará pendiente. Hay que seguir empujando como ciudadanos de a pie para que este horizonte posible de la ética y la política no se desvanezca, ya que como ha señalado el historiador Josep Fontana: “Si para alguna cosa sirve la historia es para hacernos conscientes de que ningún avance social se consigue sin lucha”.

Halcones en Corpus