Carlos y yo nos casamos a finales de abril. La ceremonia civil fue en Guanajuato, donde él nació, y la religiosa, en la Ciudad de México. Después de tres días de festejos, en los que hubo emoción, gozo, ajetreos, invitados, baile, desveladas y viajes entre las dos ciudades, llegó el 1 de mayo para la tan ansiada luna de miel, donde creímos que tendríamos tranquilidad para nosotros dos…
Tomamos el avión rumbo al sureste, Cancún.
Hace cuarenta años, Cancún era una maravilla: los azules del Caribe lucían en todas sus tonalidades; la arena, blanquísima y suave, parecía más sal que arena; el oleaje era como una caricia, podías meterte al mar hasta quinientos metros; y el agua, al igual que hoy, te llegaba a la cintura. El mar fue para mí como una alberca enorme, con el agua tibia, ¡una delicia!
Al llegar, recorrimos en moto las playas y atractivos de Cancún. Durante dos días, sentí la emoción de la velocidad y el viento en la cara, pero, sobre todo, el cuerpo de Carlos cuando iba bien abrazada de él.
Carlos y yo decidimos aprovechar para visitar Akumal y tomamos el autobús. Las carreteras eran completamente rectas, y la selva, tanto de un lado como del otro, era tan tupida y alta que se veía como una valla verde.
Cuando llegamos tuvimos que caminar por una vereda hasta la playa de Akumal, donde había un espectáculo maravilloso, con toda la variedad de azules, tranquilidad y un silencio delicioso, aun con las gaviotas, los pelícanos y el sonido de las olas.
El hotel era pequeño y con palapas, en nada se parecía a esos hoteles que avasallan el paisaje y rompen la naturaleza. Decidimos quedarnos allí dos días, sin embargo, cuando pedimos una habitación, ¡no había!, y ya empezaba a atardecer…
Esperamos el transporte, pero nos dijeron que habría hasta el día siguiente. Quedamos impactados. ¿Qué íbamos a hacer? Lo único que nos ofrecieron fue llevarnos en el camión de la basura hasta la carretera principal, así que aceptamos. Son esas ocasiones que no tienes tiempo para evaluar. Nos miramos y reímos, tal vez de nervios o por la sorpresa.
Subimos a la cabina junto con el chofer. Íbamos apretujados, sudorosos, cansados y nerviosos pero felices.
Bajamos al llegar a la carretera principal. Ya se iba haciendo de noche; de nuevo la incertidumbre: ¿y si no había otro transporte?, ¡¿qué haríamos, a la orilla de la carretera y en medio de la selva?! Carlos me abrazaba para tranquilizarme.
Vislumbramos un autobús. No sabíamos adónde iría, pero, nuevamente, no hubo tiempo para retrasar la decisión, de modo que subimos; después nos enteramos de que íbamos rumbo a Carrillo Puerto. No teníamos ni idea de cómo sería o qué habría en nuestro destino, sin embargo, confiábamos en que, al menos, encontraríamos un lugar con alojamiento.
Llegamos a un poblado pequeño que tenía la fiesta del santo patrono. Era lindo ver a todas las mujeres ataviadas con sus preciosos vestidos de fiesta, blancos, con encajes, muy bordados y coloridos; con aretes y collares grandes; con el cabello trenzado y enredado en la cabeza, junto con adornos de flores y moños; se veían preciosas. Los hombres, por su parte, de blanco, con sombrero y huaraches, ambos típicos de la región; los segundos de suela de madera y correas para sujetarlos. Y yo, en cambio, vestía unos shorts, que hacían que se me vieran como un bicho raro.
Buscamos alojamiento y solo encontramos uno muy modesto con hamacas en lugar de camas. Pensando en cómo podríamos acomodarnos en las hamacas, volteé a ver a Carlos con mirada pícara. De nuevo, aceptamos lo que había.
Me puse un vestido y fuimos un rato a la fiesta del pueblo, a la que creo que le llaman vaquería, había música, baile y buena comida. Cuando comenzaron a tocar un danzón, Carlos me tomó de la cintura y nos unimos al baile. Me pegué a su cuerpo, recargué mi cabeza en su hombro y, al vaivén de la música, nos transportamos a otro mundo.
Después de unas horas, ya cansados, fuimos al alojamiento. Fue toda una aventura poder subirse y acomodarse en la hamaca, y cuando por fin estábamos casi listos…, ¡unas cucarachas voladoras enormes, para rematar!