10:00 pm. Un viernes por la noche, en el mes de octubre del año 1966, llegó mi papá a casa con una invitada. Para nuestra sorpresa y gusto, era mi prima Laura, hija de uno de los hermanos de mi papá. En cuanto entraron a casa, mi papá nos comentó que Laura, quien portaba una maleta, pasaría esa noche con nosotras y que preparáramos ropa para ir el fin de semana en Cuautla. La idea le surgió porque se había enterado de que el tren de vía angosta, que iba de México a Cuautla, y al que llamaban El Tren de Juguete por su tamaño, realizaría sus últimos viajes.
Ese sábado nos levantamos con gran alegría y nos arreglamos para salir a la estación de San Lázaro, donde salía el tren hacia Cuautla. Entre risas, el grupo formado por mis papás, mis hermanas, Laura y yo, salió en busca del taxi que nos llevaría a la terminal de trenes.
7:00 am. Llegamos a la estación: una antigua construcción pintada de un amarillo intenso, casi naranja. Era la primera vez que la veía. Había mucha gente por todos lados, también en el andén donde abordaríamos el tren que nos llevaría hasta Cuautla.
7:20 am. Entre empujones pudimos cruzar el andén y llegar al último vagón. Accedimos al tren siguiendo las indicaciones de un señor que vestía un traje negro, una gorrita con visera y un escudo en el hombro que decía: “Ferrocarriles Nacionales de México”. Después supe que se les llamaba garroteros y que, además, de orientar a los pasajeros, revisaban los boletos una vez a bordo del tren.
Al entrar al vagón, de inmediato percibí un fuerte olor a cera y, al mirar los costados del tren, encontré la razón de ese olor: los paneles que los cubrían eran de una madera brillantísima acabada de pulir. Me quedé asombrada, no sólo por la madera, sino por los acojinados asientos de color café, que, mediante un pequeño mecanismo de fierro, podían acomodarse para que los pasajeros quedáramos frente a frente. También me gustaron las elegantes cortinas de tela gruesa y de color vino, que impedían el paso de la luz al interior del vagón.
Buscamos los asientos que nos correspondían, subimos las maletas en el compartimento ubicado en la parte superior, nos acomodamos en nuestros asientos, corrimos las cortinas y nos dispusimos a ver el paisaje.
07:30 am. El tren empezó a caminar. Me encantó la sensación del chucu chucu chucu chucu chucu chucu. Nunca antes había viajado en tren. A través de la ventana, no perdía detalle de lo que pasaba en el camino. En el interior del tren hacía un poco de frío, pero llevaba un suéter color mamey, bastante grueso, que me cubría muy bien. Me sentía algo incómoda con mi pantalón, que, entre mis vestidos, era el único y me quedaba un poco estrecho, por lo que casi nunca lo usaba, sin embargo, para esa ocasión, mi mamá me había dicho que me lo pusiera.
10:00 am. El viaje era encantador, el arrullo del tren, el paisaje, el olor a madera y la plática con mi prima hacían que me olvidara del hambre. Al final del vagón había una puertecilla que conducía a un pequeño balcón. Mis hermanas, mi prima y yo pedimos permiso para ir allá, y mi papá, cariñosamente, aceptó. Al salir, el aire pegó en mi cara, trayendo consigo olor a hierbas, y mi cabello volaba haciendo una gran maraña. Allí pudimos ver el camino sin la intermediación del cristal de las ventanas, el espectáculo visual era impresionante: diferentes tonos de verde de los árboles y los pastizales, y el azul del cielo con sus nubes blancas. El aire frío fue congelando nuestras manos y matizando de rojo nuestras mejillas, por lo que decidimos regresar a nuestros asientos.
10:30 am. El ferrocarril empezó a disminuir su velocidad. El garrotero anunció el poblado al que estábamos llegando e indicó que tendríamos unos minutos para descender. El tren se detuvo en una pequeña estación ubicada entre las montañas. Mi papá se acercó a la ventana y, con un pequeño tirón, la abrió, sorprendiéndonos a todas, y de inmediato nos asomamos. Afuera, mujeres con cestas de mimbre en la cabeza se acercaban a la ventana, ofreciendo lo que vendían. Por todos lados se oía: “¡¡¡PAAAANN!!!”, “¡¡¡ATOOOLEE BLAANCOO Y DE PILONCILLOO!!!”, “¡¡¡TAMAAALEES!!!!”. Presurosos escogimos de todo. Desayunamos como verdaderos reyes.
12:00 pm. Durante todo el recorrido nos cautivaron los distintos paisajes, los pequeños lagos, los pintorescos pueblitos y las grandes extensiones del bosque.
El tren hizo varias paradas más y se detenía por algunos minutos, que aprovechábamos para comprar y saborear antojitos, aguas de diferentes frutas y dulces de la región.
No supimos cuándo ocurrió, pero, en algún momento, el clima cambió por completo. El aire frío se transformó en aire caliente y sofocante. Me quité el suéter grueso de color mamey.
04:00 pm. Después de varias paradas, ¡por fin llegamos a Cuautla! Bajamos nuestros equipajes, dispuestos a disfrutar de un estupendo fin de semana. Lo recuerdo muy bien, porque ese fue mi primer y último viaje en El Tren de Juguete.
Rosa Elena Helguera Martínez