En 1964 investigué cuál era el tren que iba a Oaxaca. El de segunda clase salía todos los días a las 6 de la tarde. Escogí viajar el 19 de diciembre para regresar el 24 a la cena familiar.
Llegué a la estación con una hora de anticipación, así que conseguí asiento con ventana. La mayoría de los viajeros eran oriundos de Oaxaca. La forma en que vestían era: ellas con sus faldas con espiguilla triangular y recta y con sus canastas llenas de comida, ellos en calzoncillos, camisas de la misma tela, sombrero y huaraches.
El tren avanzaba y se iba internando en los aserraderos. Pude ver a los peones en las zonas donde se cultiva la piña, mujeres y hombres haciendo su labor. También pasamos por las ruinas arqueológicas. ¡Durante todo el viaje disfruté de esas bellezas y todas ellas se quedaron en mí!
Llegué a Oaxaca el 20 de diciembre a las 2 de la tarde. Salí de la estación, tomé un taxi y le dije al chofer: al Zócalo. Ahí, busqué un hotel a mi gusto y me instalé.
Después visité la Catedral, que fue edificada en cantera verde y que tiene en su interior un órgano monumental, además de vitrales con imágenes de San Pablo. Luego fui al templo y ex convento de Santo Domingo, con su bóveda de medio cañón ricamente decorado con fachadas en cantera rosa.
También visité la Plaza de Armas, vi la Alameda con su quiosco y fui al famoso mercado donde pude desayunar, comer y cenar todos los días. Siempre ordené diferente y así disfruté de muchos platillos.
Como turista, sentí mucha atención especial. Incluso tuve la suerte de que me indicaran en dónde podía encontrar artesanías exclusivas. Al entrar al lugar, me sorprendió el oficio de piedras bien trabajadas, el oro, la plata. Caminando, encontré lugares donde hacían una tarea ejemplar. Decidir qué comprar fue difícil.
Seguí con mi camino y pregunté por las cantinas. Iba allá a donde me las señalaban y al entrar pedía mezcal con gusano, sin gusano y también un par de cervezas.
Pero tenía que ir a Huatulco. El viaje fue de 12 horas. Primero llegué a Puerto Ángel y ahí abordé otro camión. Me instalé en una cabaña para pasar las noches disfrutando y compartiendo con la comunidad los distintos placeres del lugar: la comida, tomar, fumar, etcétera.
El regreso fue en avioneta. Llegué al aeropuerto, abordé el avión y otra vez me sorprendió lo hermoso de nuestro país y de nuestras gentes: las mujeres con sus blusas floreadas, con bordados de calidad en tela y diseño, además la elegancia con que portaban las cazuelas, supongo que llevaban el mole tradicional. Los hombres, en guayabera de lino, cargaban mezcal y dulces.
Por fin llegué al D.F. para terminar el viaje y estar en casa para la cena de Navidad.