Todos los días, de lunes a sábado, me traslado en metro al trabajo. Voy de la estación Moctezuma a Pino Suárez. Mi entrada es a las 8:00 a.m.
* * *
6:45. Llego a la estación Moctezuma. Desde que bajo por las escaleras ya empiezan los codazos. Caminamos todos deprisa; un río de gente desde la fila de la taquilla hasta el andén. Se hace eterno.
6:53. El andén está tapizado de gente. Se ve que no cabe ni un alfiler. Pasa el primer metro, la gente viene embarrada contra las puertas. No baja nadie. Las mujeres que están formadas no pueden subir.
6:58. Arriba el segundo metro. Las primeras en la fila toman posición para entrar. Alcanzan a subir tres o cuatro.
7:03. Voy acercándome a la mitad del andén.
7:08. Tercer metro. Empieza la angustia y la desesperación. Comienzan a pedir apoyo las que están próximas a entrar: Me avientan, ¿sí?, por favor. En este sí me voy.
7:13. Cuarto metro. Hora de los aventones, los pleitos, los jalones de cabello y las ofensas. Se escucha: ¡No avientes! Una joven contesta: Pues vete en taxi, mamacita. Más atrás alguien se queja: ¿Qué te pasa? ¡Me estás jalando el cabello!, y le responden: ¡Entonces amárrate las greñas!
7:18. Pasa el quinto metro. Bajan algunas, las de atrás sacan fuerzas y nos avientan tan fuerte que entramos porque entramos. Siento que me falta el aire, dice alguien enojada. ¡Y cómo no!, si estamos tan apretadas que no entra ni el aire.
7:21. El metro se detiene poco antes de llegar a la siguiente estación. Se escuchan murmullos: ¡Avanza!, ¿Por qué se para?, junto a voces que dicen maldiciones.
7:24. Llegamos a la estación San Lázaro. Bajan muchas, incluso las que no querían, pues se las llevan de corbata. Alguien jala la palanca de emergencia; un tipo se quiso pasar de listo y molestó a una jovencita en los vagones de los hombres.
7:29. Avanza lento. Estamos en Candelaria. Las puertas tardan en abrir.
7:34. Bajan cinco personas, entran diez. Veo caras de enojo por tantos apretones y de impaciencia por la hora. Algunas mujeres intentan ver su reloj con mucha dificultad, pues estamos pegadas como siamesas.
7:38. Llegamos a la estación que hasta un ciego sabe cuál es, por su clásico olor a cebollas, tomates, chiles, etcétera: la Merced. Bajan las señoras que traen canasta que ya parece sombrero y las que suben con su mandado llevan los cabellos más alborotados de lo que ya los traían.
7:43. Por fin en la estación Pino Suárez. He llegado a mi destino. “¡Oh, no! ¡No abre las puertas!”, pienso. Hay tal multitud en el andén que me imagino al conductor que respira profundo, cierra los ojos, y se prepara para abrir las puertas y ver qué pasa. Cuántos accidentes, cuántos insultos. A la una, a las dos y a las tres. Entonces abre. Parece que el metro vomita gente y los que están por entrar se ponen en guardia, a la defensiva. Se escuchan los improperios: ¡Estúpida!, no empujes. Pues bájate. Idiota, ya me abriste la blusa. Mira, pendeja, mi bolsa. Mi zapato, por favor, es mío, no lo pateen.
7:48. Salgo corriendo a la calle, acomodándome la blusa que ya está afuera de mi falda. “¡Chin! ¡Ya se me jaló la media y mi bolsa está abierta otra vez!”. Solo tres cuadras más para llegar.
7:58. Estoy en la entrada del edificio. Subo las escaleras lo más rápido que puedo. Para mis adentros me digo: “Sí llego. Esta quincena gano mi premio de puntualidad. Solo falta esta checada”. Estoy a unos pasos de llegar y ya voy pidiendo mi tarjeta: La 230, por favor. La introduzco al checador:
8:02. “¡No! No puede ser, estuve tan cerca. Este reloj ha de estar adelantado”. Entonces oigo la voz del administrador: Señorita, corriendo y llegando tarde. Le contesto: Está adelantado el reloj por dos minutos, y él dice: No muera en el intento, esfuércese más para llegar temprano.
Ángela Blancas Morales