Mientras nos dirigíamos hacia la terminal de autobuses, en medio de la algarabía de mis compañeros, recordé las caminatas que, con la cabeza gacha y en silencio, realizábamos mi abuelo, mi padre y otros campesinos en la recóndita sierra guerrerense para llegar a las tierras del cacique, quien, con su poder y dinero, se había adueñado de las únicas de la región, sobre las que las aguas corrían por los surcos, regando las semillas recién sembradas; el abono era esparcido antes de que nacieran los primeros brotes; el aire mecía el sembradío formando olas verdes que producían un susurro que se mezclaba con el canto de las aves. Al brotar la flor de jamaica, el paisaje se pintaba de rojo, emitiendo destellos por el rocío que lo bañaba.

Aún faltaba para llegar al paradero de autobuses; más de una vez apreté el paso para alcanzar a mis amigos. Seguí recordando los años en que los campesinos de la comunidad intentamos sembrar nuestras parcelas e implorábamos a un dios indiferente que nos enviara agua. Volví a ver la tierra seca, agrietada, sobre la que se levantaba una polvareda que nos ahogaba; vi el lecho del río que guardaba animales muertos, basura, desechos…; y también los rojos campos del cacique, que relucían no sólo por la jamaica, sino también por la amapola.

Recordé que, en las oscuras y quietas noches del pueblo, mi abuelo contaba que había más que aquella tierra árida, más que ese trabajo forzado, más que el mísero salario que, cual limosna, nos entregaba el cacique. Mi viejo decía que lejos de aquel camino existían vidas diferentes, que no era justo que yo terminara como él: agachado a fuerza para no sembrar maíz ni frijol, sino la flor roja que el terrateniente tanto ambicionaba.

Recordé que, un par de meses después de la muerte de mi abuelo, mi padre me animó a que fuera a la cabecera del municipio. Allí había escuelas bien construidas, muy diferentes a las de techo de palma y piso de tierra, donde el maestro del rancho dejó su vida con tal de que los chamacos de la comunidad aprendiéramos a leer y escribir. A los más grandes les enseñaba Historia, Aritmética y Español, mientras que a los más chicos nos tomaba cariñosamente de la mano para guiarnos a escribir las primeras letras. Su voz enronquecía de tanto hablar, y sus ojos brillaban al lograr que comprendiéramos las lecciones. ¡Cuánto lo admiraba! Por eso, para ser como él, cuando terminé la primaria me fui a la cabecera del municipio para continuar mis estudios.

Con la esperanza de enseñar, me olvidaba del hambre con la que me dormía y de los fríos que sentía cuando el aire de la montaña bajaba junto con las tormentas; me olvidaba de los años sin ir a mi comunidad, sin ver a mis padres y a mis hermanos. Me animaba pensar que llegaría a ser maestro rural cuando terminara la escuela. Con el salario, mi familia ya no pasaría tantas penurias, además, lo más importante, enseñaría a los niños de los ranchos lo que estaba aprendiendo aquí para que tuvieran una vida mejor. Sabía de mujeres y hombres que habían cambiado no sólo su existencia, sino la de muchos otros. En esos años comprendí que la vida no se reducía a trabajar para sobrevivir. Lucharía por ello.

Recordando aquellos años, llegué a la terminal. Mis compañeros y yo logramos el cometido que se realizaba año con año y a fines de septiembre: tomar camiones para ir a una marcha a la capital.

Nos subimos al autobús. Adentro, el alboroto y la emoción que nos embargaban no me dejaron descansar, pues muchos íbamos por primera vez a la capital. Sin embargo, el acompasado vaivén nos arrulló un par de horas.

De pronto el camión se detuvo. Con la nariz pegada a las ventanillas, tratábamos de ver lo que ocurría afuera. Gritos y órdenes inundaron el autobús, palabras atropelladas atravesaron los cristales. Una explosión, seguida de muchas más, ensordecían los gritos que los hombres de abajo seguían emitiendo. Los estallidos se acercaban, se multiplicaban. El humo de las ráfagas tornó irrespirable el aire dentro del autobús, en tanto que los disparos destrozaban los cristales y se impactaban en los asientos que habíamos abandonado para tirarnos en el pasillo en un intento de protegernos.

Un hombre subió al autobús y, con fuerte voz de mando, ordenó que bajáramos. Afuera el desorden era abrumador, el odio se reflejaba en los ojos y en los gritos de los militares que nos apuntaban con sus armas. El terror se veía en el rostro de mis amigos. Las sonrisas que durante el camino habían brotado de nuestros labios se convirtieron en gestos que desfiguraban nuestras caras.

Algunos de mis amigos trataron de correr, pero los disparos detuvieron su carrera. Las detonaciones continuaron. Desconcertado caminé unos pasos, atropellándome con mis compañeros, que, al igual que yo, no sabían qué hacer. En mi agitación, tropecé con varios cuerpos, perdí el equilibrio. Me apoyé sobre el pavimento, sin embargo, al intentar erguirme, sentí un golpe que me lanzó hacía atrás, al tiempo que una punzada atravesó mi pecho.

De mi boca salió un grito mientras mis manos trataban de contener la flor roja que nacía de mi corazón.

Estela G. Sánchez Quezada

Comments are closed.