“No había empezado diciembre cuando ya la publicidad, las luces y los aparadores habían decidido nuestra alegría y se habían coludido para exigirnos optimismo” [1]. Sobre todo en la Alameda Central, donde se encontraban los Santa Closes vestidos de rojo y los Tres Reyes Magos, todos queriendo convencer a los niños para que se tomaran una fotografía.
Yo, curiosa, quise llegar a ellos y tocar sus vestimentas aterciopeladas y suaves al tacto. Como era más pequeña que mis dos hermanos, usualmente me cargaban. Mi madre siempre estaba angustiada por pagar las fotografías que, por cierto, no eran de buena calidad. En pocos meses se despintaban, sobre todo si no esperábamos a que se secaran.
Una vez un Rey Mago se acercó a mí. Era Baltasar, con su piel llena de betún negro. Quería convencerme para tomar la fotografía y lo logró con unos globos. Mi mamá ya no quería más fotos, por lo que dijo: No puedo pagar. Entonces el Rey comenzó a disminuir el precio hasta que llegó al adecuado. Yo, gustosa, dejé que me cargara. Al verlo de cerca, noté que su cara estaba maquillada y con un dedo comencé a tocarlo y vi cómo se despintaba. El pobre Baltasar no consiguió que dejara de moverme ni un momento y así salí en la fotografía, la cual también terminó por diluirse, en el papel y en mis recuerdos.
[1] Sheridan, Guillermo. “La suerte de Fortinbras“. Toda una vida estaría conmigo. Oaxaca: Almadia, 2014, p. 17.