Habíamos tomado el vuelo México – Cancún en el aeropuerto de la Ciudad de México y nuestra emoción crecía. Las expectativas que teníamos para ese viaje eran gigantescas. Celebraríamos el cumpleaños número cuatro de Saham, nuestro hijo, en un increíble hotel de playa que ya nos aguardaba.

Antes de abordar el avión tomamos en el aeropuerto un saludable desayuno que nos supo a gloria. Ya en pleno vuelo, la aeromoza presentó a la tripulación y nos dio las indicaciones de cómo actuar en caso de alguna emergencia. Eso siempre me ha puesto nervioso. Es como si nos prepararan para algo malo, como si supieran que enfrentaríamos algún suceso indeseable. Por eso no me gustan esas indicaciones.

A Saham y a su madre eso no les importa; ponen la atención necesaria y nada más. La inquietud más grande de Saham era esperar la hora en la que finalmente le ofrecerían algo de comer y de beber. Eso lo emociona siempre. Por eso, en esa ocasión, él no había desayunado lo suficiente, para que cuando las aeromozas le ofrecieran el menú, él pudiera comer de todo. ¿Así son todos los niños cuando van cumplir cuatro años?

Bueno, a mí también me gusta que las aeromozas lleguen a ofrecer el servicio; tomarse un whisky en las rocas, un tequila, una cerveza o un café en pleno vuelo, a cinco mil metros de altura, es muy estimulante y tranquilizador.

Nuestro vuelo transcurría sin novedad; habíamos alcanzado la altura necesaria y la velocidad se había establecido. En las pantallas se proyectaba una película de guerra, pero nosotros mirábamos emocionados la nada, charlábamos amenamente y jugábamos a encontrarle forma a las nubes. Saham, muy pegado a la ventanilla, miraba sorprendido como las nubes iban y venían en una danza interminable y como las atravesábamos. Aun así, de cuando en cuando bajaba la mesita y preguntaba si ya habían pasado a ofrecer la comida.

Por fin apareció la aeromoza con su prometedor carrito repleto de bebidas, botanas, galletas, café y bocadillos salados. Me impresionó sobremanera que la emoción antes manifestada por Saham decayera tanto en un momento y que solo pidiera chocolate y galletas. Después volvió a mirar por la ventana. Sorprendida también, su mamá le preguntó si quería algo más y él solo negó con la cabeza. La aeromoza se perdió entre los demás asientos y Saham de nuevo en la inmensidad de las nubes.

Apuró el chocolate y sus galletas para no perder un segundo y continuar admirando el infinito. Quise adivinar las miles de cosas que Saham podía estar imaginando y un sinfín de preguntas me asaltaron: ¿Por qué está así mi hijo? ¿Qué estará pensando? ¿Hacia dónde lo conducen las nubes? ¿Qué busca en ellas? Estaba en total silencio y en su rostro se dibujaban interrogantes indescifrables y emociones difíciles de interpretar.

Ante ello, su mamá le preguntó:

—¿Todo bien? ¿Estás disfrutando el viaje?

Sin dejar de mirar por la ventana, Saham solo le expresó:

—Ya hemos pasado muchas nubes; unas muy blancas, otras redondas y también algunas que tenían figuras, pero no he visto a mi abuelita. ¿Crees que falte mucho para que yo la vea? Yo quise que voláramos porque pensé que podríamos verla ¡Ese sería un verdadero regalo, el mejor regalo de cumpleaños!

Gruesas lágrimas rodaron entonces por sus mejillas. El niño no pudo contenerlas más y empezó a llorar desconsoladamente, sin dejar de mirar el pasar de las nubes.

Intentando reconfortarlo, su madre le dijo que disfrutara el viaje, que su fiesta de cumpleaños sería hermosa, llena de regalos, en un lugar increíble, una fiesta digna de un príncipe, ¡que sería inolvidable! Pero él insistió en ver a su abuelita.

Con mucha tristeza, su madre le dijo:

—¡Yo sé cómo querías a tu abuelita y cuánto te quería ella, yo lo sé! Solo recuerda que ella ya no está con nosotros.

Y con mucho dolor, el niño siguió:

—¡Yo quiero ver a mi abue, mamá, yo quiero verla!

—¿Cómo? —le preguntó ella.

—No entiendo. ¡Tú me dijiste que ya no llorara, que mi abuelita me cuidaría siempre, que ella me estaría protegiendo! Tú me juraste que ella ya no sufriría porque se había ido al cielo, que ya descansaba en paz y que desde entonces ella vivía en el cielo.

La madre continuó:

—Eso es verdad. Ella ya descansa en paz, está muy feliz y desde el cielo nos cuida. Siempre velará por nosotros.

Pero Saham contestó:

—Eso me lo dices siempre. Pero ahora que hemos atravesado tantas nubes y ya estamos en el cielo, no logro verla, no la puedo ver.

—¡Pequeño, escúchame por favor! —repuso su madre—. Sé que es doloroso para ti que tu abuelita ya no esté con nosotros. ¡También a nosotros nos duele su ausencia! A ver mijito, cómo te explico.

Entonces, con mucha determinación, el niño le reprochó:

—¡No me expliques nada mamá, nada, no quiero que expliques! ¡Me engañaste, ya estamos en el cielo y no puedo ver a mi abuelita, yo quiero verla, yo quiero verla mamá! Dijiste que no llorara, que mi abue nos esperaría en el cielo. ¡Me engañaste mamá, me engañaste!

Saturnino Abarca Villada

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