En la escuela donde trabajaba, hace tres años, las mañanas transcurrían agradablemente. Yo cumplía mis tareas con entusiasmo, entrevistaba a los profesores, preparaba los programas para el siguiente curso, coordinaba el área de formación y colaboraba para que la armonía y eficiencia nos distinguieran.
Un viernes por la mañana, estaba sola, lo que me resultaba muy grato porque, a través del ventanal, podía contemplar una sección del jardín y ver a las ardillas que cruzaban equilibradamente la calle por los cables de luz.
La escuela estaba ubicada a dos cuadras del Bosque de Chapultepec, muy cerca de Los Pinos, sitio que se resguardaba por ser la residencia presidencial, lo cual originaba el ocasional vuelo de helicópteros, que, a las once de la mañana, se transformaba de frecuente a constante.
Esa situación me causaba nerviosismo, pues era la señal de que sucederían marchas y bloqueos; por lo tanto, el regreso a mi casa ―ubicada en la colonia Guadalupe Tepeyac― sería difícil, demorado y, quizá, accidentado.
Aquel día, cuando mi compañera Martha llegó a la oficina, la convencí de apresurarnos a realizar nuestras tareas para salir temprano y tratar de evitar el caos del tráfico que se avecinaba. Salimos diez minutos antes de las dos. Ella me dejó en la esquina del Paseo de la Reforma y Monte Himalaya, donde ya se veía que la carga vehicular sobre la avenida era terrible, así que no la dejé llevarme hasta la parada de siempre, para que Martha pudiera cruzar rápido hacia su casa.
A pesar de mi pronóstico, casi de inmediato pude abordar el autobús que va en dirección a La Villa. Este estaba repleto, pero alguien me cedió el asiento ―en ciertos casos el bastón que llevo es un salvoconducto efectivo―. Ya sentada en la tercera fila y con la ventanilla a mi derecha, vi el reloj: las dos y cuarto. Como de costumbre, saqué mi lectura y me concentré en ella. Al principio no me preocupé, sin embargo, al llegar a la esquina de Prado Sur, ya eran las tres y solo habíamos recorrido lentamente cinco cuadras.
En esa parada bajaron algunas personas y subieron muchas otras, desasosegadas por la tardanza del autobús, el calor de la tarde y el enojo que nos causaban las marchas. Entre las personas que abordaron, había un matrimonio joven, que después supe que eran Luis y Lupita; venía del Hospital de Perinatología, en el que Lupita había estado internada por amenaza de aborto.
Para llegar a la Fuente de Petróleos, a tan solo dos cuadras de donde estábamos, demoramos veinte minutos, y he aquí la noticia nefasta que recibimos: ¡NO HAY PASO! Patrullas, policías y conos blanquiazules bloqueaban el acceso para continuar por Reforma.
Muchos pasajeros descendieron, supuse que lo habían hecho con la intención de llegar hasta el Metro Auditorio para poder transportarse. Yo, en cambio, ni lo pensé: si caminar tres cuadras me agotaba…, ni de loca caminaría tanto, y mucho menos para abordar el metro, que, para mis circunstancias, no era el transporte idóneo.
El conductor del autobús optó por la única ruta que parecía accesible: la lateral del Periférico. Era evidente que trataría de llegar a la avenida Constituyentes para cruzar por el túnel el Periférico y seguir por Constituyentes hasta la zona del Metro Chapultepec. Con gran tardanza, llegamos al anhelado paso a desnivel, el túnel llenísimo de vehículos mientras que la salida estaba… CERRADA. Se habían acabado las opciones, ni para atrás ni para adelante.
No obstante, el chofer intentó que nos bajáramos, aducía cínicamente que así él saldría de reversa y regresaría a Cuajimalpa para no perder su tiempo. Algunos pasajeros se apearon. Yo estaba decidida a permanecer en el transporte, pues no podía abrigar la esperanza de caminar o de encontrar un taxista que quisiera llevarme; además, en el remotísimo caso de que eso sucediera, el servicio me costaría una fortuna de la que no disponía.
El colmo fue que al paso a desnivel: ingresó una ambulancia y quien la conducía pretendía que la poderosa y estruendosa sirena, puesta a todo volumen, y que incrementaba por la resonancia del túnel, mostrara eficazmente su urgencia por pasar. ¡Oh, iluso conductor!, ¿a quién convencería?, ¿a los blanquiazules conos que el jefe de gobierno estaba estrenando, o a los policías tan razonables, humanos y comprensivos?
Más de treinta minutos duró la tortura del sonido de la sirena retumbando, y también sufrí el tormento del hambre. Ya casi eran las cuatro cuando recibí la llamada de mi hijo: «¿Qué pasó, jefa, por qué no has llegado? Estoy preocupado, llegué hace una hora y traje las tortillas para las enchiladas». Le conté lo que me sucedía y le dije que comiera lo que encontrara en el refrigerador, pues yo no tenía idea de la hora de mi llegada. Claro que el hambre me hizo presa fácil: en mi mente se instaló el antojo de las enchiladas.
Al cúmulo de inconvenientes se agregó la preocupación por mis vecinos de adelante: Luis estaba angustiado y le preguntaba continuamente a Lupita cómo se sentía, y ella respondía: «Bien»; pero yo la notaba cada vez más pálida y pensaba que la incomodidad y dureza de los asientos podrían afectarle, ya que, si a mí se me había desencadenado el dolor de la ciática, ¿qué sentiría ella, con seis meses de embarazo, junto con la incertidumbre de la hora final del trayecto?
Total, para salir de Constituyentes, llegar a la lateral del Circuito Interior y luego a San Cosme, dieron las cinco de la tarde. Para recorrer San Cosme y Puente de Alvarado solo estaba disponible un carril, porque las avenidas se habían convertido en el estacionamiento de los autobuses foráneos que transportaron a los marchadores. La fiesta de los choferes que los aguardaban jugando dominó, comiendo, bebiendo y bromeando, y que, además, perciben un salario sin tomar en cuenta a las víctimas urbanas, que en aquel entonces nos tocaba ser a nosotros, los ciudadanos, fue tan ofensiva que parecía como si ellos nos dijeran: «¡Que los parta un rayo!».
Aunque ellos, ¿qué culpa tenían? La responsable del caos, fundamentalmente era la autoridad, porque, deliberadamente, al no regular las protestas, mantiene separados a los mexicanos: ciudadanos versus demandantes. Es decir, ¡divide y controlarás!
Después de un recorrido de cuatro horas, a las seis y cuarto, por fin llegué a mi casa. Al abrir la puerta, vi que lo primero que mi hijo colocó fueron mis chanclas, ¡benditas chanclas! La mesa estaba puesta, la comida caliente y, sobre todo y a pesar del intenso dolor ciático, el sentimiento de seguridad de llegar a casa me reconfortó.
La crisis de la ciática duró tres dolorosos meses. Experiencia que hizo evidente la urgencia de la jubilación que tanto tiempo había pospuesto.
En fin, como dijo aquel insigne escritor: “Aquí nos tocó vivir…”.