La primera vez que ella vio la ciudad llena de luces, con anuncios de colores tan brillantes, lo único que pasó por su mente fue que algún día viviría ahí.
Aquel verano la madre no había podido ir con su esposo a la ciudad, así que le sugirió que se llevara a su hija más pequeña, de solo seis años, para que lo acompañara, y así lo hizo. La niña pensó: “Qué raro que me elijan a mí, pues siempre prefieren a mis hermanos”, pero se sintió feliz de viajar con su padre, pues él era el hombre más maravilloso del mundo.
Cuando bajaron del primer camión, su padre le compró una barra de chocolate, que ella llevó en su mano izquierda.
Ahí esperaron a que pasara el autobús que los llevaría hasta la ciudad. El trayecto fue un poco largo y ella no acababa de entender por qué se sentía tan emocionada. Quizá era porque ese viaje iba a definir el derrotero de su vida. Mientras tanto, ella disfrutó del camino observando a través del cristal paisajes diferentes a los de su pueblo: las personas, las casas, las plantas, los perros. ¡Todo le resultaba completamente nuevo!
Su padre, con esa sonrisa en el rostro que siempre denotaba alegría, también disfrutaba del viaje que le permitiría visitar a sus hijos mayores, además de que llevaría mucha información nueva para compartirla con sus alumnos en la escuela primaria del pueblo, de la cual él era el director.
Durante el tramo final había árboles de eucalipto a ambos lados de la carretera y fue entonces que su padre le dijo: ¡Mira! ¡Allá se ven los volcanes! Ya pronto llegaremos.
A la niña le parecieron mucho más hermosos, que en sus libros.
Conforme se acercaban a la ciudad había cada vez más autos y camiones, los cuales pasaban a gran velocidad. A ella le agradaba su zumbido. En su pueblo solo transitaban dos desvencijados camiones de pasajeros, uno para Pachuca y otro para Tula, que solo circulaban por la mañana, el mediodía y por la tarde. Ocasionalmente pasaba también el camión de carga de Don Sotero, el hijo mayor de Don Guadalupe, quien, según contaban, había hecho un pacto con el Diablo porque de la noche a la mañana se volvió rico.
También, aunque muy pocas veces, desfilaba la vieja “Pichirila”, que exhalaba un montón de humo y cuando se detenía le tenían que dar cuerda con una manivela para que volviera a arrancar.
Con tantas sorpresas que veían sus ojos, la niña se había olvidado de la barra de chocolate que su padre le había comprado, hasta que descubrió que se había derretido por completo en su mano izquierda.
Cuando llegaron a la casa de la hermana mayor, todos los familiares los recibieron con alegría: ¡Llegó el abuelo!, gritaban los nietos con emoción, porque él siempre los llevaba al Circo Atayde y eso era para ellos un gran acontecimiento.
Pero no todo acabó ahí. Por la noche, cuando el hermano mayor regresó de trabajar, los invitó al cine. En la calle, la niña seguía maravillándose con todos los anuncios de colores brillantes: Corona Extra, Coca Cola, Chevrolet y muchos más. Llena de asombro, vio que los asientos de la sala no eran como los improvisados tablones del cine de su pueblo, el cine “Encanto”, de Don Jerónimo, donde solo pasaban películas de vampiros que a ella le daban mucho miedo.
En su mente, la niña se repetía una y otra vez: “Algún día viviré en esta ciudad”. Su padre, en cambio, pensaba que su pueblo y sobre todo su escuela eran lo más importante para él y que nunca los cambiaría.
A los diez años de edad y usando sus calcetas moradas, la niña viajo de regreso a la ciudad que tanto la había deslumbrado, esta vez para quedarse y para escribir ahí muchas páginas más de su propia historia.