Cuando yo tenía dos años, nació mi hermano. Su llegada alegró el ego de mi padre. Y como primer varón, según la costumbre, llevaría el nombre de él, aunque en realidad no fue así. Mi padre tenía otra personalidad, pero esa es otra historia, por lo que a mi hermano le pusieron por nombre Víctor Daniel.

Lo recuerdo a sus tres años: con sus pantalones de peto, su cabello cortado al casquete corto ―que, por cierto, nunca le gustó― y peinado de raya a lado, y con una sonrisa de oreja a oreja; y estas dos, enfatizo, eran grandes y, para colmo, levantadas, parecían antenas parabólicas.

También lo recuerdo a sus cinco años: con zapatos de fútbol, short, la playera de mi papá y, para rematar, una toalla colgada a su espalda, amarrada con dos nudos al frente de su cuello como si fuera una capa; además, con su enorme sonrisa y, como marco de su cara, sus enormes orejas.

Su sola presencia era un martirio para mí; sin embargo, no puedo dejar de pensar en él.

Como una bruma llegan imágenes a mi mente. En una ocasión, cuando mi hermano estaba aprendiendo a caminar, él daba torpemente pasos hacia mí, y, con una sonrisa desdentada, me veía. Yo, parada a cierta distancia de él esperando su llegada, lo miraba con enojo. ¿Cómo se atrevía a tan siquiera mirarme? Bueno, no sólo eso, sino que quería que lo agarrara. Pero, ¡oh!, a sólo dos pasos de mí, con sus manitas extendidas y sus ojillos brillosos de alegría, lo miré y, a punto de tocarme, le di un empujón. Cayó de sentón y su alegría fue cambiada por un llanto de dolor que lo dejó en el suelo.

Entonces salí del cuarto.

Mi madre, presurosa, llegó al lugar a consolarlo. Yo, desde la puerta entreabierta, observaba…

A partir de aquella vez hasta hoy, sin ser consciente de ello, los enfrentamientos físicos entre nosotros han sido algo de todos los días. El más fuerte recuerdo que tengo es aquel en el que nos liamos a golpes. Yo tenía 13 años ―la razón del pleito era lo de menos, podría pasar cerca de mí y soplar y esto era motivo suficiente para pelearnos―. Lo tenía tirado en el piso: yo, encima de él a horcajadas, y mis rodillas aplastándole los brazos, y mi furia dándole de cachetadas, una tras otra; hasta que sentí un enorme jalón de cabellos, lo que hizo que yo me diera cuenta de lo que estaba haciendo. Mi abuela fue la que me había jalado. La empujé después de levantarme de encima de mi hermano y, aún molesta, salí de la casa.

.   .   .

Efectivamente, no lo podías ver, no soportabas su presencia. Pero ¿recuerdas con quién planeabas irte caminando a la escuela y gastarte el dinero del pasaje? ¿Quién iba contigo a la escuela pateando aquel enorme bloque de hielo, que todos los días estaba en el quicio de un local comercial? ¡Acuérdate! ¿Quién estaba contigo cuando, intrépidamente, te subiste a la parte trasera del tren para saber cómo se sentía irse de mosca? ¡Recuerda! ¿Quién te ayudaba a pintar cuando le daban manteamiento a la casa?

¿Quién estaba junto a ti cuando tu padre quería pegarle a tu mamá y tú te interponías entre los dos? ¿Recuerdas cómo, al sentir un hombro tocando tu brazo, giraste tu cabeza, viste a tu hermano y sentiste cómo estaba temblando de miedo por enfrentarse a tu padre, esperando recibir una tremenda paliza por tal atrevimiento? A pesar del miedo, él no se movió ni un milímetro cuando tu padre, furioso, se acercó a los dos con la mano levantada para asestarles el golpe; y tú cerraste los ojos para recibirlo, pero nunca llegó. Cuando los volviste a abrir, tu papá iba saliendo de la casa.

¿Siente celos? ¿Celos de tu hermano? ¿De qué? ¿Acaso de las palizas que, a sus 12 años, le daba tu papá, aquellos golpes que parecían que le estaba pegando a un hombre y no a un niño? ¡Tú lo viste, tú gritabas!: «¡Ya, papá! ¡Ya no le pegue! ¡Ya déjelo!». Y cuando quisiste meterte a defenderlo, tu padre te dio un empujón y, jalando a tu hermano, se metió con él al baño cerrando la puerta por dentro. Y desde afuera oías cómo le seguía pegando. ¿Lo recuerdas? Sí, claro que sí.

¿De eso tienes celos? No, tal vez no. A lo mejor de cuando perdió una parte de sus dedos en el taller mecánico, al que tu papá lo obligaba a ir, quesque para que se hiciera un hombre responsable, ¿esa marca querías para sentirte querida? ¿O tal vez de todas aquellas ocasiones en que tu padre lo corrió y que, durante más de un año, tuvo prohibida la entrada a la casa? Sí sí, esa clase de cariño querías que tu padre te diera, por eso sentías celos de tu hermano.

Sonia Luisa Jasso Olivares

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