Esta es la tarde de un día difícil: contratiempos en el trabajo, tráfico pesado, malpasadas y todos esos pequeños detalles del día a día que detienen mi fluir armonioso del tiempo. Cansada y aburrida, decido cambiar un poco la rutina, así que, agradeciendo al cielo que estaría sola en casa, me sirvo una copa de jerez, busco música tranquila en el celular y, como magia, empieza a sonar Claro de luna de Beethoven.

Me dejo caer en la butaca de cuero, todo mi cuerpo se acomoda, se relaja. Más allá de mis oídos, Claro de Luna parece sonar en el ambiente, atravesando todas y cada una de las células de mi cuerpo.

Embelesada me dejo llevar. Cierro los ojos, permito que las dulces notas me lleven a pasear por insólitos paisajes nunca antes vistos.

Frente a mí aparece una pradera con verdes pastos, una pequeña colina y, en la parte más alta, un piano blanco de cola acompañado de un hombre vestido de frac, que, cual obrero musical, tunde las teclas extrayendo dulces y suaves sonidos del maravilloso instrumento. El viento se alegra y se encarga de llevar la melodía a cuestas hacia los cuatro puntos cardinales. Pareciera como si, con cada acorde en el horizonte, aparecieran mejores y más bellos paisajes, como aquel glorioso campo de lavanda, el angosto río que cruza la pradera con su puente de madera cubierto de enredaderas, la cabaña de troncos con un portal, un pozo, matas de albahaca, rosales, gardenias y clavellinas; todas estas compitiendo en belleza y aroma. Además, un campo florido rodeado de majestuosos eucaliptos, caminos frescos, llenos de perfumes campestres.

Por el sendero veo venir a una niña pequeña y hermosa, tomada de la mano de su abuela. Van conversando alegremente, cuando, de repente, la niña se percata de la música, mira a su abuela y, sin dudar, comienza a bailar dando giros; el vestido de la pequeña, ligero y vaporoso, participa.

Ella es tan bella, tan grácil, que no puedo apartar la mirada de esa angelical criatura. En sus ondulados caminares va dejando atrás a la abuela, quien la llama y le pide que no se aleje, pero la niña no escucha, sigue bailando. Sus movimientos son alegres y rítmicos. La pequeña bailarina se aleja.

Suavemente, el viento la levanta y, poco a poco, la eleva por encima de un campo sembrado de trigo mecido por la brisa. La niña, extasiada, gira y gira, no escucha, no atiende, solo siente la dulce melodía. Su esbelta y pequeña figura se mece en el aire.

Pero algo le pasa a la niña: ¿alas? Sí, empiezan a crecerle alas y se vuelve mariposa. Los colores alegres de su alma aparecen en sus alas. El viento sonríe complacido y la conduce hacia lugares aún no descubiertos: ríos, cascadas, rocas de colores, pasto esmeralda, flores de todo tipo. Mientras la música, su amiga, no deja de sonar, y la niña la percibe en todo el cuerpo, la vive, la disfruta, renace.

Llega al otro lado de una montaña. Un enorme lago aparece y de él se desprende una brisa suave con olor a sal. Todo huele a paraíso y la pequeña desea quedarse allí. Es entonces cuando recuerda que venía con su persona favorita. Vuelve la mirada para buscarla. Sonriendo, descubre que su abuela la viene siguiendo por los aires…, convertida en libélula.

Amalia Zepeda Barrios

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