Cuando lo descubrí por primera vez, sentí un vuelco en el corazón. Nada antes me había provocado tantas emociones como ese encuentro. Con el rostro pegado a la ventanilla del autobús en el que viajaba, lo vi aparecer a lo lejos con su asombrosa inmensidad. Me dejó atónito: ¡no alcanzaba a distinguir el límite del mar con el del cielo!

Poco a poco, el antiguo camión descendió las últimas curvas del camino y tomó la recta que me llevaba cada vez más cerca a la playa. Apenas se detuvo, corrí a la puerta. En cuanto esta se abrió, la brisa humedeció mi rostro. Desde el estribo pude admirar sus hermosos colores: en la orilla, un tenue azul claro, adornado por el copete blanco de las olas; un poco más adentro, el azul celeste, seguido de un intenso azul turquesa; un poco más allá, el azul índigo, el azul marino; y, qué sé yo, cuántos tonos más. ¡Me cautivaron todos!

El sol, la brisa, las palmeras, las aves, las palapas y el constante dinamismo de los vendedores con el relajado esparcimiento de los visitantes, completaban un paisaje fascinante.

Bajé el último escalón del autobús. Dejé mi mochila en el piso, me arremangué los pantalones y me quité el calzado. Con pasos lentos me acerqué a la playa y dejé que las olas tocaran mis pies hasta los tobillos: su ir y venir los acariciaban constantemente; cosquilleaban mis pies. El mar era como una mujer enamorándome, coqueteando conmigo e invitándome a ir hacia sus adentros, a hurgar en ella. Acepté la invitación.

Me despojé de mi playera, de mis pantalones y, con un pequeño traje de baño, me adentré en las frescas aguas. Me tendí bocarriba en su superficie. Ella me recibió sobre sus olas y, envuelto en sus encantos, dejé que me llevara.

Después de unos minutos, decidí ser yo quien la conquistara. Extendí uno de mis brazos y lo hundí suavemente en su cuerpo. Luego, con el otro, la acaricié también; con mis piernas sentí otras partes de su esencia. Al principio opuso una frágil resistencia, pero, poco a poco, ella cedió, mimosa, amorosa.

Mis caricias se repitieron por varios minutos. Sabiéndome querido, uní mis manos y, con un súbito movimiento hacia abajo, me sumergí en su interior. Con los ojos cerrados disfruté sus aguas que cubrían toda mi piel ―esa sensación me estremeció hasta el alma―; al abrirlos, me regocijé con su intimidad.

Una multitud de pequeños seres, de formas variadas y brillantes colores, paseaba a mi alrededor. En el fondo, a través de sus cristalinas aguas, contemplé extensas formaciones arborescentes y estrelladas de impresionante belleza. Recorrí buena parte del cuerpo de mi amada, tocando todo cuanto podía palpar ―sintiendo, disfrutando, viviendo―. Mis pulmones me demandaron aire; volví a la superficie para saciarlos tan sólo para volver una y otra vez a seguir deleitándome con ella, llenándome de su paz y fuerza.

Agotado y satisfecho, después de una mutua y absoluta entrega, salí. Me senté en la playa para contemplar a mi diosa, embelesado, extasiado. Con sus húmedos y burbujeantes brazos, ella besuqueaba y mimaba mis pies una y otra vez.

En el horizonte, con tonos púrpuras, violetas, naranjas y magentas, el sol coloreaba un espectacular cuadro sobre el cielo y las nubes. Poco a poco se ocultó llevándose consigo un secreto: el apasionado idilio entre la mar y yo.

Daniel Reyes Díaz

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